Hay personas que han nacido y que sin saberlo han sido el origen de unas emocionantes historias, dignas del mejor guion cinematográfico, estoy hablando de mi añorado tío ESPERANZO.
Cecilio Hernández Rubira hace un tiempo escribió un relato histórico/poético sobre uno de los aspectos más interesantes y esclarecedor de Esperanzo, nuestro tío; le puso por título "AGUA" y no digo más, lo tenéis completo a continuación:
"AGUA''
Las tierras de la heredad le fueron encomendadas a Esperanzo para su cultivo y explotación tras la muerte de su padre. Sus cuatro hermanas vivían en lugares dispersos del país y tenían resuelta su vida con el trabajo de sus respectivos maridos. Esperanzo era un solterón de avanzada edad que vivía en la soledad de aquellos parajes con un espíritu alegre y extrovertido; amigo del vino y del buen flamenco, familiar por todos sus costados, era la alegría de cualquier casa cuando estaba de visita; todos los sobrinos le llamaban el Tío.
El Campo, nombre con el que se conocía familiarmente la heredad, se componía de un desordenado abancalamiento salpicado de lomas de greda, barrancos y una rambla circundante por donde bramaba el agua tras las tormentas otoñales. En la colina más elevada se situaba la casa desde cuya puerta se recibía el sol del amanecer con la visión de todas las parcelas de la finca. Al abrir la puerta, se percibía un extraño olor a cosecha recogida y herramienta parada, a pan de varios días y rezume de zafras y toneles, que vertían su agitada paz por la sencilla cocina de baja chimenea donde ardían cada año los árboles talados y los viejos arbustos que nada producían en la finca. A la izquierda, pasado el umbral de la puerta, estaba el viejo pajar, con la paja apilada hasta dos palmos del techo de vigas de madera; enfrente, a la derecha de la entrada, había un sencillo dormitorio con una cama de madera destartalada y un antiguo ropero de luna cuarteada y difusa claridad; sólo un viejo ventanuco anunciaba la luz del nuevo día. Al fondo de la casa, una puerta recia de madera carcomida comunicaba con el corral donde convivían conejos, pavos, gallinas y el gallo principal, que cada madrugada servía de despertador; Esperanzo decía: "Ha cantado el gallo", "son las cinco de la mañana". Muchos gallos acabaron en la cazuela por no precisar exactamente la hora. En un aparte del corral, la mula reposaba de las largas horas de trabajo por aquellos irregulares campos.
La mula y la escopeta de caza eran la única compañía de Esperanzo, al que le bastaban tres cosas más para ser feliz: que la zafra rebosara aceite nuevo, que el tonel rezumase vino de la cosecha y que el saco de la harina se mantuviese firme en una esquina de la casa; sobre estas cosas construía sus sueños, al fuego de la cocina, con un buen cigarro de picadura y con la esperanza de ver el agua manar por los pozos que abría, donde su olfato de zahorí le dictaba, pero todas sus tentativas habían resultado baldías.
Se acercaba la Navidad y decidió pasarla junto a
dos de sus hermanas que vivían en un pueblo cercano, a unos kilómetros del Campo. Aquella mañana de la Nochebuena se dedicó a escoger las cañas más voluminosas del espeso cañal
que había en un recodo de la rambla;
con las cañas seleccionadas construyó castañetas para los hijos de sus sobrinos. Había una música oculta en el arte de manipular tan sencilla materia prima; con su vieja navaja cabritera pelaba y afilaba
las cañas,
las cortaba, tras una geométrica hendidura, para luego disponer el agujero rectangular en una de las mitades
de la caña; de la finura de este
agujero, de su superficie y perfecto
encaje dependía el hermoso sonido que por la noche acompañaría a los múltiples villancicos que salían de su
boca, tan espontáneos y alegres como
el vino que le impulsaba. La presencia del Tío en las casas
del
pueblo
era
como
un torrente de alegría,
sobre todo para los niños,
que salían en tropel y se arremolinaban en torno a él y a la mula, dando gritos e instándole a que les diera las famosas volteretas, en medio de la calle, con toda la algarabía de la fiesta navideña; entonces, Esperanzo cogía a uno de
los niños o niñas y poniéndole la cabeza hacia abajo y el tronco
inclinado, recogía las pequeñas manos del chaval que entre sus propias piernas aparecían y así daba un rápido giro hasta encontrarse de frente
con
la cara
sorprendida del niño, lo que aprovechaba para darle un estruendoso
beso y decirle lo mucho
que había crecido o lo guapa que estaba.
En la
cena de Nochebuena, en torno al avivado fuego, la familia comentaba sobre asuntos acontecidos aquel año; Esperanzo ponía la guinda
en esas conversaciones con sus chascarrillos y anécdotas
que hacían la delicia
de todos. En un momento de silencio, el sobrino mayor le dijo: -Tío, está usted todo el año allí, en el Campo, tan solo ... , que tal vez fuese conveniente se
buscase una mujer ... -.
Esperanzo que había empinado el porrón en ese instante, aún sin tragar el vino, se echó la mano a la boca para contener la risa y le dijo: -hombre, si ya tengo
la mula y tengo un gallo que es un reloj, ¿te parece poca compañía?-.
El sobrino insistió, ahora con el asentimiento de las dos hermanas: -No es broma, le pasa a
Vd.
algo y qué hacemos ... Se nos muere
allí sin enterarse nadie-. Sus hermanas dijeron: -Nene (así le llamaban familiarmente), el sobrino tiene razón, nosotras hablaremos con el cura del Carmen que tiene una criada, soltera, de tu edad y muy buena mujer, por cierto.
-¡Dejaos de tonterías!, exclamó Esperanzo, y tomando la castañeta empezó a cantar villancicos.
No quisieron insistir más y se prepararon para acudir todos a la Misa del Gallo.
Aquella noche, en casa de su hermana Francisca, Esperanzo contó las horas, meditando sobre la propuesta que le hacía la familia. Se dijo: una mujer en la casa, al menos podrá preparar algo caliente para comer,
cuidará de los animales, me ayudará en la dura tarea de abrir pozos y, sobre
todo, en esas horas calladas
de la noche, después de la cena, cuando
el vino te calienta más que
el fuego, nada mejor que tener al lado una mujer para contarle tus cosas y decirle que la deseas aunque sea vieja
y fea, porque la soledad y el vino te hacen ver el mundo de otra forma
y, luego, aún tengo
fuerzas para amarla como Dios manda ¡Jo!, menuda raza la nuestra; mi padre, con ochenta años, aún deseaba tener relaciones con mi madre y, cuando me lo contaba, yo me moría de risa ... Sí, no parece mala idea.
Amaneció el día de Navidad con un cielo azul cristalizado. El sol resbalaba perezoso por las paredes ocres de las viejas casas del pueblo y las campanas de la iglesia anunciaban la Misa Mayor mezcladas con el estruendoso canto de los gorriones que tomaban el sol en la torre y se protegían del aire gélido que recorría las calles. Las gentes se vestían de estreno y los hombres se agrupaban en pequeños corros, pegados a las paredes soleadas y, desde allí, miraban con ansiedad a las mujeres que iban a la iglesia, sobre todo a las aguerridas mozas de macizas piernas, endurecidas por el frío, y con esa ardiente música que surgía del roce de sus medias de seda. Esperanzo gustaba charlar con aquellos hombres, hasta la hora de la comida, mientras los ojos se le iban detrás de aquellas bien vestidas mujeres que, por un día, abandonaban las fragosas tareas para convertirse en reinas del deseo. La mayoría de noviazgos y futuros matrimonios nacían con las Navidades, desafiando al frío.
A
media tarde, tras el pesado cocido con pelotas
de
relleno, con el dulzor de los cordiales de almendra y con el aliento
de la última copa de anís, Esperanzo cogió la mula
y emprendió viaje de regreso al Campo. El camino de polvo y piedra dejaba atrás las casas
y la torre de la
iglesia, envueltas en un murmullo que se apagaba
a medida que sus pasos se alejaban. En un alto del camino, tras el cual se perdía la imagen del pueblo, Esperanzo miró por última vez las casas y la torre, observó el viejo cementerio donde yacían sus padres y dos de sus sobrinos que murieron en plena juventud; sintió un escalofrío al escuchar unas voces apagadas, como venidas del más allá y tuvo un poco de miedo, aunque enseguida reaccionó y
lo atribuyó a la pesada digestión de la copiosa comida. Miró el paisaje desolado
del campo en invierno y las tres montañas
escalonadas que daban al norte y recordó los largos días
con su padre, a los pies de la sierra más alta, fabricando el carbón
que sería sustento de su negra vida.
Vista aérea del Campo, según una ortofoto. En ella se pueden difícilmente apreciar |
Pasado el valle y apenas iniciada la pendiente de las inmensas lomas gredosas que conducían al Campo, a través de una estrecha senda con sucesivos cambios de pendiente, observó el último sol de la tarde, como una inmensa brasa del fuego que le reunió con la familia, deshilado por las cruces deshojadas de los almendros, brillando en las sencillas cuchillas de los olivos, blancos o grises según capricho del viento, y sintió a su alrededor todo el aroma del monte con el romero en flor y el verdor de la ajedrea como un intenso olor de orzas con aliño de aceitunas. Descendió hasta la pequeña fuente que manaba de una lastra perforada y bebieron la mula y él un agua cristalina, dulce, acompañada de un fuerte olor a baladre y arbusto humedecido; a lo lejos se oía un canto metálico de perdices que le hizo recordar las intensas horas de puesto, acompañado de su sobrino mayor, por aquellos montes que rodeaban el Campo. De vuelta a casa, preparó las herramientas y los animales para el trabajo del día siguiente y meditó de nuevo sobre la propuesta que la familia le hizo. Otra vez su cabeza, pendiente sólo del agua, se escapaba pensando en la posibilidad de tener una mujer en casa con la que compartir tantas cosas.
El día de fin de año recibió la visita de dos de sus sobrinos y, tras una larga noche de vino y coplas, le convencieron para ir a saludar a la persona que sus hermanas le habían
buscado como esposa. La mañana de
año nuevo la emplearon en vestir al Tío, con zapatos de suela de cuero, camisa blanca, corbata de rayas y un traje cruzado
color teja y dibujo de espiga
y ojo de perdiz que hacía de Esperanzo un apuesto galán. Se reían cuando él se miraba en el viejo espejo del ropero y se decía:" ¡coño!, si parezco
Gary Cooper". Entrada la tarde, llegaron a la iglesia
del Carmen
donde esperaban sus dos hermanas, el Sr. Cura y María que era la persona destinada a ser su esposa.
María era una mujer rubia, bajita, con una cara poco agraciada que torcía la boca al reír, tenía unos ojos muy claros pero sin expresividad y sus manos estaban castigadas por un intenso trabajo en casa del cura. Era muy buena cocinera, ordenada y obediente. Se saludaron y, tras unas horas de conversación, quedaron citados para la boda que se celebraría el día de Reyes próximo.
A la boda acudieron todas las hermanas de Esperanzo, los sobrinos, gran parte de ellos venía de Barcelona, y los niños que tanto disfrutaron con sus volteretas. Fue un día alegre que empezó muy temprano, con la misa primera de las ocho, ya que este tipo de bodas, entre gente mayor, se celebraba a primeras horas para quitarle solemnidad. Los novios y el acompañamiento se desplazaron al Campo donde se celebró la fiesta, para la cual se mataron dos corderos y se degustaron múltiples dulces navideños y licores de Casa Albert, tales como: "Beso de Novia". Los sobrinos. más bullangueros, permanecieron allí hasta altas horas de la noche y le hacían señas de complicidad al Tío para cuando ya los novios se quedasen solos; pero Esperanzo zanjó el asunto diciéndoles: -Pegaos ya un clareo, a ver si me vais a joder mi noche de bodas-. María terciaba y decía: -Esperanzo, déjalos, no ves que han bebido mucho-. -Tú tienes que aprender, desde hoy, a callar cuando yo hable-, contestó él. Como el ambiente se ponía un poco serio, los sobrinos cogieron sus bicicletas y salieron a todo pedal, por la cuesta abajo, hacia el camino.
Aquella noche fue algo muy especial para las dos almas que llenaban los vacíos de aquel
lugar solitario. El gallo
cantó a las cinco en punto
de la mañana y Esperanzo se dio medio vuelta en la cama para iniciar una recta final de sueño; pero
María aprovechó para levantarse con sigilo
y empezar a poner orden en la casa. Cuando
los primeros rayos de sol irrumpieron a través del viejo ventanuco
de madera, Esperanzo percibía un intenso aroma
de café por toda la casa y un desconocido olor
a limpieza que se adentraba por la puerta
entre abierta de la habitación. Se vistió
deprisa con
la ropa de trabajo que María le había dejado sobre el pie de
la cama;
abrió la puerta de la casa, y le cegó la ráfaga deslumbradora
de sol que ya inundaba el pasillo, hasta el fondo de la cocina. Salió
al exterior y percibió el frío de la mañana, ahora suavizado por el
sol de un día radiante; miró
las lomas impregnadas de un leve rocío que poco
a poco
se condensaba sobre laderas teñidas de cenicientas flores de romero o resbalaba
por las rosadas flores de tomillo para caer sobre los verdes espartales. La casa estaba faldeada
por interminables colonias de chumberas verde-azuladas donde sobresalían las erectas espadas de las piteras con
sus azules turquesa, más brillantes bajo
el sol. Esperanzo se extasiaba con aquel
paisaje de luz que más abajo se dibujaba en los dorados y marrones tonos del tarayal,
entremezclados con
los verdes apagados y anaranjados de las sosas
que surgían de la rambla, allá, al fondo de la finca, bajo los ocres
azulados de los cortados
de greda. Miraba, al fin, con un entrecortado suspiro, los montones de tierra acumulada en cada boca de pozo y
los fue contando, hasta un total de diez; el último pozo aún conservaba el trípode de los gruesos palos que fuertemente atados
con
pleita de esparto picado se unían en la cúspide de aquella simbólica pirámide por donde izaba la tierra cavada
y una parte de sus sueños.
La búsqueda del
agua era una obsesión cada vez
más fuerte y había días que la noche se echaba sobre el pozo, con sus cuerpos extenuados por el esfuerzo. Esperanzo
picaba sin parar y cargaba
continuos
capazos
de tierra
que María, con una ruda polea, subía hasta la superficie para vaciarlos y retornarlos al fondo del pozo. El perfil geológico era siempre el mismo: una densa capa de greda y tierra vegetal seguida de una durísima capa de arcilla azul, fuertemente consolidada, que dificultaba la excavación
sobremanera
y provocaba el abandono
hacia otro lugar
donde volver a empezar la excavación.
Aquellos meses de invierno agotaron la paciencia de María y en dos o tres ocasiones llegó a abandonar
a Esperanzo
en su tarea para recluirse en casa del cura donde la vida
era mucho más llevadera y con menos
trasiego. Fueron momentos muy duros para él
aquellas despedidas, a las que María le ponía el mismo soniquete:
-Esperanzo, me voy, ahí te quedas, pero te dejo el gallo
para que te cante ... -.
Él contestaba: -Vete a la puta mierda, maldita la hora que te hice venir, con lo bien que estaba solo-.
Aquellas noches de soledad eran puñaladas constantes sobre su pecho. Meditaba horas enteras, hasta que al fin decidía ir a buscarla para convencerla de que volviese
con él; ella siempre accedía
y vuelta a empezar...
Era el mes de junio y el pozo en el que trabajaban hacía el número quince. Estaba situado cerca de la rambla, en una pieza abancalada donde colocó una señal en su día sin mucho convencimiento. Aquella mañana Esperanzo notó en el pico que la maldita capa de arcilla azul consolidada, curiosamente, era más accesible y blanda con la profundidad, cosa bastante extraña, a tenor de su experiencia; apenas hubieron comido, continuaron los trabajos hasta que apareció una capa de arena fina que, con mucha facilidad, se desmoronaba y gritó desde el fondo:
-¡María! ¡María!-.
Ella se apresuró hasta la boca del pozo y dijo:
-¿Qué pasa, Esperanzo? ¿Estás bien?-.
-Estoy como Dios. Me juego el cuello que tenemos el agua cerca-.
Cavó toda la tarde sobre aquel material nuevo y, entrada la noche, se retiraron para cenar y descansar.
Era una noche de verano, calurosa, con un cielo estrellado, rutilante y resplandor plateado de luna llena; se sentaron los dos a la puerta de la casa; los grillos cantaban y una suave brisa de viento de Levante
agitaba las altas espigas del trigal en la hondonada; se veía con toda perfección el horizonte; María insistió en que al día siguiente debían ir al pueblo para asistir
a la misa que cantaba, ordenado sacerdote, uno de los sobrinos de Esperanzo, hijo de
su hermana Francisca. Se echaron a la cama pero su cabeza iba y venía por aquella preciosa veta de arena que, seguro, escondía el agua.
El gallo cantó a las cinco y Esperanzo saltó de la cama y, a medio vestir, esperó a que rompiese el día para bajar al pozo. El aire de la mañana traía una suavidad de sueños antiguos y penurias pasadas; pero, al llegar al pozo, vio su cuerpo reflejado en el espejo del fondo, azul claro, como la maldita arcilla, ahora envuelta por el agua. Gritó como un loco:
-¡María! ¡María! ¡Aquí está
Dios diluido en agua clara! ¡Me cago en la sota de bastos! ¡La madre que me parió!.
María bajó corriendo y, al ver el agua, se abrazaron, lloraron, rieron y Esperanzo la cogió, como si fuese una niña, y le dio cinco volteretas seguidas.
El manto del trigal tenía un bronceado desconocido, había una sonrisa en cada
espiga y el
aire transparente de la mañana besaba
sus
rostros, mientras Dios dormía en aquella oquedad de silencio.
Era el día de Corpus
Christi, cuando Esperanzo y María contaron a
la familia que Dios se les apareció
unas horas antes, en
el pozo número quince del Campo, el mismo día que su sobrino era ordenado
sacerdote.