Extensa entrevista realizada a Francisco Ibáñez, por Fran B.
Matute, en la cual descubrimos un montón de historias y aspectos del trabajo y
vida del maestro del humor arriba citado.
Además desde este mi Blog personal quiero agradecerle a Paco el
hecho de poder publicar algunas historietas de la “13 rúe del Percebe”, que nos
hacen pasar unos domingos y días festivos muy divertidos. En cada una de ellas
suelo hacer una pequeña introducción, a modo de divertimento, para explicar o
bien criticar algunos aspectos de nuestra realidad actual.
Completo esta interesante, cercana y divertida entrevista con
algunas magníficas fotos de Jorge Quiñoa.
Francisco Ibáñez: “Mi mujer sabe que estoy vivo porque escucha
de vez en cuando los lápices moverse”
Francisco Ibáñez
(Barcelona, 1936) no necesita presentación. Es toda una leyenda viva del tebeo
en España. Creador de personajes inolvidables como Rompetechos, el Botones
Sacarino o Mortadelo y Filemón, con sus historietas no solo ha enseñado a leer
a varias generaciones sino que ha ido caricaturizando de forma pormenorizada el
día a día de este país.
Trabajador
incansable, Ibáñez lleva más de cincuenta años dibujando prácticamente a
diario. Risueño y parlanchín, recuerda todavía no con poco rencor su extenuante
paso por Bruguera, a la que se refiere constantemente como «la antigua
editorial».
A sus ochenta
años, Ibáñez tiene hechuras de niño pequeño, de anciano que se resiste a crecer
y que, sobre todo, se niega a jubilarse. Y desde aquí le decimos: ¡No te mueras
nunca!
Empecemos con una
pregunta fácil, insustancial: ¿Qué sería de la vida sin humor?
¡Oh! Pues
sencillamente no sería vida. Sería un vía crucis tremendo y espantoso,
imposible de llevar. Es que no lo concibo siquiera
¿Y sin Súper Humor?
¡Pues menos todavía, claro! Sin eso,
menos todavía. Además, Súper Humor es precisamente una de las
colecciones mías que tiene más éxito. O sea, que yo, en mi propia vida, sin Súper
Humor, el Olé y los Magos del Humor no concibo la vida en
absoluto [risas].
¿Te molesta que te identifiquen como un
humorista?
Es que eso de clasificar a la gente y
tal… Mira, yo conozco a mucha gente que tiene una gracia espantosa, a la que se
le podría llamar humorista. Gente que en las reuniones te revuelcas de risa con
ellos. Sobre todo en nuestro país, que la gente tiene una gracia tremenda. Sin
embargo, esa misma persona, si tratara de hacer una historieta, de traspasar su
humor al papel, pues ese humor se le atascaría.
Hay gente que tiene una gracia tremenda
que no se dedica al humor, y luego estamos algunos que nos dedicamos al humor
pero que tenemos muy poca gracia. A veces mi mujer me dice: «Van a tener razón
los que creen que eres un genio, porque aquí en casa tienes un genio que no hay
quien te aguante» [risas].
¿Con qué tipo de humor te identificas?
El humor es simplemente humor, y se
acabó. El humor puede abarcar temas como la vida cotidiana, la política, el
deporte… incluso la guerra. A veces tratamos de no tocar en las historietas
algunos temas, como las mil y una guerras que sigue habiendo hoy día por el
mundo, y tratamos de no tocar esas cosas tristes porque si las tocas te puede
venir uno diciendo: «¿No te da vergüenza reírte de esto y de lo otro?». Pero de
la Segunda Guerra Mundial se hicieron montones de historietas, hay miles de
anécdotas. Para hablar de esto a lo mejor lo que hay que hacer es dejar que la
sangre se seque un poquito.
¿Cuáles serían tus humoristas favoritos?
Hombre, todos los que me han precedido.
Los grandes, los que fueron grandes dentro de la historieta. Hablo de hace
cincuenta o sesenta años: Peñarroya, Cifré, Conti, Escobar…
Todos estos para mí han sido magníficos.
En literatura hay muchos también, pero
es que yo tengo una memoria espantosa. Me acuerdo de las personas y tal, pero
de los nombres luego no me acuerdo de ninguno.
¿Eres consciente de que tu obra podría
estudiarse como testimonio de la España del siglo XX? Si cayera en manos de un
extraterrestre se podría hacer una idea bastante cabal de lo que ha sido este
país en los últimos años.
Ahora la cosa ha
cambiado bastante, pero yo recuerdo en mis años mozos, cuando iba a la escuela,
que los libros de texto para los niños eran una cosa espantosa, gris, llenos de
letras y letras, y siempre he pensado que los niños hubieran aprendido más, no
ya con mis tebeos, sino con cualquiera de los de mi época.
Yo lo veo con mis
nietos: ahora los libros de los críos tienen otra vez muchos dibujitos y tal,
pero siguen siendo textos para enseñar. Y yo creo que leyendo simplemente las
historietas, los niños aprenderían muchísimo más. No tan solo a leer o a
escribir, sino lo que es la historia de un país, lo que ha ido ocurriendo. Por
ejemplo, en Mortadelo y Filemón yo no trato de hacer crítica social
o política ni nada de eso, pero sí intento sacar a los personajes en un momento
dado, para que se vea que son de actualidad, que el lector pueda cogerlo y
pueda decir: «Mira, este es este, y a este lo estoy viendo por la tele, y esto
lo he oído por la radio». Para que se vea que el Mortadelo es una cosa
que está viva, simplemente.
Cuando sale en las
viñetas un político o algún tipo conocido, es como si uno cogiera una
lechuguita fresca del huerto y la rompiera. ¡Está viva! Y claro, como no son
solo personajes, sino que también son hechos y situaciones, pues quizás se
aprenda más de la historia de un país leyendo historietas que no con esos
monótonos tochos de historia tan espantosos.
Te lo habrán dicho
ya un millón de veces, pero has enseñado a leer a varias generaciones. ¿No
estaríamos mejor si tus tebeos fueran lectura obligatoria en los institutos?
Los niños siempre les
han tenido un miedo tremendo a esos bichitos negros pequeños que se llaman
letras. Partiendo de ahí, como en la historieta, en los bocadillos, hay poco
texto y va acompañado de dibujitos, que para los niños resulta más amable, pues
los niños aprenden más así. Se pasa mejor ese bichito negro que es la letra que
con los textos esos monstruosos que había en mi época.
Y luego incluso
aprenderían a perfeccionar la forma de hablar. Yo tengo mucho cuidado con el
asunto de las palabras. A mí me joroba mucho en una misma página utilizar dos
veces la misma palabra. Eso me pone malo. Entonces siempre procuro buscar cosas
que ofrezcan la misma idea. A veces hasta llego a coger el diccionario de los
sinónimos, cuando falla la memoria, y últimamente me falla muchísimo [risas]…
Gracias a ti yo
conocí el significado de la palabra «veleidad», que no es una palabra muy común
para un tebeo.
Pues eso [risas].
A veces le echo más tiempo a un bocadillo de esos con cuatro o cinco palabras
que a dibujar la viñeta entera. Y todo eso enriquece a los críos, esa variedad
tremenda de palabras…
De todas formas, a mí
lo que me gustaría es que, igual que mis tebeos se publican por aquí por
Europa, también se publicaran en China. Y entonces tendría tres mil millones de
clientes potenciales. Yo me comprometo a coger todas las historietas y
achinarles los ojos a los personajes con tal de que lo podamos vender allí, que
sería una maravilla [risas].
Hasta ahora he
estado utilizando la palabra «tebeo» de forma muy consciente porque no sé si
eres de los que se escandaliza ante la palabra «cómic».
Sí, a mí es que
«cómic» es una palabra que nunca me ha gustado. Para mí siempre ha sido el
tebeo o la historieta. Al principio, cuando empezó a utilizarse esa palabra
pensé que la gente lo iba a confundir con la historieta cómica. Para mí ha sido
siempre el tebeo y la historieta.
¿Los niños siguen
leyéndote o tu público es ahora más adulto?
Ha cambiado bastante, sí. Yo puedo
pulsar cuál es mi público lector por la cantidad de veces al año que hago
firmas de ejemplares, a lo largo y ancho del país, y así llevo ya más de
cuarenta años. Bueno, mis personajes tienen algunos más de sesenta años, o
están a punto de llegar. Pero me refiero a que hace cuarenta y pico de años que
estoy tratando con mi público, y al principio este era eminentemente infantil.
Venían muchos niños a que les firmara cosillas y tal.
Pero poco a poco,
casi sin percatarte de ello, ves que el público va cambiando: empiezas a ver
menos niños y más adultos, y más adultos Y ya empieza uno a quedarse rayado,
extrañado, porque a veces me encuentro con profesionales, qué sé yo, un médico
o un arquitecto, que me dicen: «Mira, yo cuando llego a casa con todos mis
problemas y todas esas cosas, me meto en la cama, cojo un librito de los tuyos,
y, oye, me lo paso bomba. Me río a carcajadas, y me duermo tan feliz y
contento». Cuando me dicen que se duermen, otras veces he pensado que mis
tebeos se podrían vender en la farmacia, metidos en cápsulas y tal… [risas].
Cuando se iniciaron
estas cosas del Mortadelo, los niños prácticamente no tenían nada más,
tenían muy pocas cosas entonces. Ahora los niños tienen… yo veo a mis nietos y
¡madre de Dios! Sobre todo con esas cosas de las tabletas. Y entonces tienen la
ventaja de que ellos casi se fabrican sus propias historietas, y aquello que te
comentaba antes, del odio que le tienen los niños a esos bichitos negros que
son las letras, no es chiste, porque lo que tienen ahora los niños casi deja de
ser texto, se convierte en audio. Lo están oyendo, no necesitan leerlo.
Entonces ellos mismos se fabrican sus historias, hacen mover a sus propios
personajes.
La tableta te permite
darles el sonido, la voz de los personajes, y eso es miel sobre hojuelas.
Entonces los niños de ahora no me leen tanto. Hombre, tengo a mis nietos, que
como soy yo el que hace las historietas vienen por casa y me cogen mis cosas.
Solo me faltaría eso, que mis propios nietos me dijeran que no… [risas].
Pero en general, los niños de ahora se decantan más por eso de las tabletas y
por la televisión, que tienen ahora mil y un programas infantiles, con
peliculitas de esas de dibujos animados, y están más por eso que por la
historieta.
¿Y no crees que
también puede influir que algunos de tus tebeos se hayan quedado un poco
obsoletos? Estoy pensando, por ejemplo, en el Botones Sacarino, o en
determinados personajes o situaciones de 13, Rue del Percebe.
Sí, pero no importa.
Cuando estaba en la antigua editorial, las viñetas se hacían pensando ante todo
en la parte comercial. Ahí no había vuelta de hoja. Entonces, el que hacía la
historieta pensaba en una que tuviera la mayor aceptación posible, y que
tuviera casi dos lecturas: una para el niño, que eran los gags y tal; y otra
para el adulto, que tuviera alguna conexión con lo que te decía antes, que
aunque no fuera crítica social ni nada de eso, reflejara lo que estaba
ocurriendo en el mundo.
Entonces a los
adultos les hace gracia porque ven personajes inmersos en su propia vida, y a
los niños les gustan los golpes y los porrazos, esos gags que son como ir al
circo a ver a los payasos. Y así, todo el mundo contento, y la cosa se vende
más, sencillamente.
Pero el 13, Rue
del Percebe sí que lo llegaste a adaptar al siglo XXI en un especial en
2002
Es que eso de clasificar a la gente y
tal… Mira, yo conozco a mucha gente que tiene una gracia espantosa, a la que se
le podría llamar humorista. Gente que en las reuniones te revuelcas de risa con
ellos. Sobre todo en nuestro país, que la gente tiene una gracia tremenda. Sin
embargo, esa misma persona, si tratara de hacer una historieta, de traspasar su
humor al papel, pues ese humor se le atascaría.
Hay gente que tiene una gracia tremenda
que no se dedica al humor, y luego estamos algunos que nos dedicamos al humor
pero que tenemos muy poca gracia. A veces mi mujer me dice: «Van a tener razón
los que creen que eres un genio, porque aquí en casa tienes un genio que no hay
quien te aguante» [risas].
Estas páginas tenían un trabajo inmenso.
No se aprecia porque son las mismas caras, metidas en los mismos dibujitos de
las casas, y gráficamente puede que tuvieran menos complejidad que otras
páginas. Pero, amigo, en una página corriente con dos o tres gags te la
terminabas, y el 13, Rue, con cada pisito que eran trece o catorce gags
nuevos, cada semana, y encima metido siempre en el mismo sitio… Porque al menos
en una página corriente pueden ocurrir las escenas en la ciudad, en el campo,
pero yo no podía salir de allí, de su pisito, y aquello era tremendo. Cuando
iba por la página cincuenta me decía «¡¿Qué pongo ahora?!». Pero bueno, cuando
ves que la gente responde, que a la gente le gusta lo que haces, pues te rompes
la cabeza y procuras que la cosa quede bien.
Ahora cambiaría los personajes, ahora
serían distintos. En vez de tener a unos alquilados, porque eso no lo habrás
conocido tú, que eres muy joven, pero en mi época de niño las casas estaban
llenas de alquilados, pues ahora serían «okupas». No habría portería. En vez
del colmado, estaría una gran superficie. Muchas cosas cambiarían.
El ascensor de cuerda.
Exactamente. Y en vez de un veterinario,
sería un médico de la Seguridad Social y tendría a los bichos así, en espera,
con plazos de seis meses y tal [risas]. Pero la esencia del 13, Rue seguiría
siendo la misma.
Hablando de 13, Rue del Percebe,
gracias al integral que se acaba de publicar he podido recordar las peripecias
del inquilino de arriba para no pagar el alquiler. ¿No crees que ese personaje
roza lo políticamente incorrecto, con lo tenso que está ahora mismo el tema de
los desahucios?
Sí, ese también lo cambiaría. Ya no
sería uno que no quiere pagar, sino uno que no puede. Y fuera estarían los
empleados del banco, intentando el desahucio…
Sí, ese también lo
cambiaría. Ya no sería uno que no quiere pagar, sino uno que no puede. Y fuera
estarían los empleados del banco, intentando el desahucio…
Otro personaje
tuyo, Rompetechos, también fue acusado en su día de ser políticamente
incorrecto. Cuéntanos qué pasó.
Hay alguien que
escribió a la antigua editorial quejándose de cómo podía estar yo mofándome de
un defecto personal, y yo le dije que contestaran que es que, en este caso, el
autor estaba en la misma situación que el personaje, que si se quita las gafas…
Porque, ¿cuántas
dioptrías tienes?
Todas [risas].
Absolutamente todas.
Se hacen chistes de
cojos, de mudos, y tal, y en ningún caso van por el lado de la burla, sino por
la parte de la gracia que pueda llegar a tener la cosa.
Para mí es que
Rompetechos ha sido el mejor. Es mi personaje favorito. Es de los más bonitos.
Por varias cosas: en primer lugar, no por el propio parecido, o las gafas, o el
cráneo pelado, que eso les pasa a todos mis personajes, sino porque este era
uno solo. Cada historieta, cada página, era un único personaje corriendo,
haciendo sus cosas, cuando en el resto de mis historietas iban siempre por
parejas o tríos: como Pepe Gotera y Otilio; Mortadelo y Filemón; Chicha,
Tato y Clodoveo, de profesión sin empleo, que estarían ahora muy en boga,
la verdad. Y, en cambio, Rompetechos es uno solo y chiquitajo, con lo cual
cundía mucho.
A mí me encantaba, pero ocurría que,
al contrario de los demás personajes, que se han explotado fuera de nuestro
país, Rompetechos no podía explotarse porque como los gags se basaban en
la miopía del personaje, en las confusiones que tenía con los letreros, aquello
no había quien lo tradujese. Era imposible hacerlo. Pero me daba igual. Aquí se
ha disfrutado mucho de Rompetechos y con eso tengo bastante.
¿Cuáles son
los límites del humor?, ¿o el humor no tiene límites?
Yo creo que no tiene
límites. Los límites están dentro de uno mismo. Uno sabe cuándo tiene que
decir: «No me voy a reír de esto, no voy a hacer mofa y escarnio de una persona
que lo está pasando muy mal». Pero no hay que buscarle más límites. Una persona
inteligente sabe hasta dónde puede llegar. Pero no hay que poner límites. ¿Qué
límites se pueden poner? Es imposible completamente. Va dentro de cada uno: la
vergüenza, la dignidad… Va dentro de cada uno.
Lo cierto es que
tú nunca has sido un historietista muy polémico, pero algunos encontronazos con
la censura sí has tenido. Pienso en aquel científico del 13, Rue del Percebe.
Sí, sí, claro. Estas
cosas las tengo todas contadas. El científico ese, por ejemplo, estuvo
saliendo, no sé, meses y meses. Era un tío que hacía sus monstruitos, y la coña
era que a un monstruito le había puesto, no sé, el cerebro de un gato, o de un
caracol, cualquier tontería de esas. Hasta que un día vino tachado por censura,
y yo pensé que se trataba de un error. Pregunté que qué ocurría con eso, y
llegó una carta oficial que decía: «Este autor se permite crear a un personaje
que es capaz de crear seres humanos cuando la creación del ser humano es tan
solo obra del Sumo Hacedor» [risas].
Pero me hicieron un
favor, porque era uno de esos personajes con los que estaba todo el rato:
«¿Ahora qué pongo aquí?». Así que estuve un tiempo con el piso ese vacío, y la
portera lo enseñaba para alquilarlo y la coña era que decía: «Piso con vistas
al mar», y en la pared había una foto de la playa… Y cuando también me cansé de
la portera puse a un sastre, y así me permitía seguir haciendo cambios. O sea,
que los de la censura en el fondo me hicieron un favor.
Pero a veces se han
metido en cosas tremendas. Me acuerdo de una vez que hacía una sección en una
revistilla de la antigua editorial que se llamaba «La historia vista por
Hollywood». Esa sección la inició el famoso Vázquez, que tenía una
gracia tremenda pero lo que le pasaba es que no tenía ganas de trabajar, y
cuando ya llevaba hechas, no sé, quince o veinte páginas, lo dejó y un día me
dijeron: «Ibáñez, si usted pudiera continuarlo…». Y dije, bueno, vamos a
seguirlo. Y allí salían siempre los mismos personajes. Y uno de ellos era la
Moby Dick, la ballena. Y en una de las viñetas que yo hice se veía a la Moby
Dick en su cueva submarina rodeada de calamarcitos, y al lado el balleno, que
la miraba con mala cara y tal, y por fuera de la cueva se veía pasar a un calamar
gigante. Y llegó una carta diciendo que cómo se permitía a este colaborador en
una revista infantil tratar el tema del adulterio. Y claro, yo decía: «¡Pero
que son ballenas!» [risas].
En el 13 Rue del
Percebe se pueden ver algunas cosas de estas, que están corregidas, que no
están hechas por mí: hay una viñeta en la que sale un personaje así como
asustado, y me quitaron lo que había enfrente de él, lo que lo asustaba, que
era simplemente un demonio. Y me dijeron: «Hombre, el demonio. Estas cosas…». Pero
eran tontadas así.
Eso ocurrió en
tiempos de Franco, y, en fin. Lo malo es que hace no mucho viviste un episodio
cercano a la censura con «El tesorero».
Sí, algo hubo, de que
no lo quisieron anunciar en televisión y tal, pero yo no estuve muy al tanto,
la verdad. Lo que ocurre es que al final te terminan haciendo un favor, porque
así se aumentan las ventas. Así que no hay que decir nada. Al contrario, hay
que agradecérselo. Habría que decirles incuso que hicieran siempre algo de eso
cada vez que saliera un tebeo mío, porque con esas tontadas se llama más la
atención [risas].
¿En qué momento
empezaste a reflejar en los tebeos la triste realidad de España? Porque esa no
ha sido una tónica habitual en tus historietas.
Es que antes las
historietas iban en una sola página, la cual era un gag o un chiste, o un sketch,
o como lo quieras llamar. Se planteaba el gag, en la siguiente viñeta lo ibas
desarrollando, y la última viñeta era la resolución de aquella, la sorpresa final.
Entonces, si eso tenía cierta gracia, bien. Si no, entonces me decía: «Me he
tragado al final toda la página para esta tontada». Y durante un tiempo esa fue
la tónica de mis historietas, que del principio al final era una cosa cordial,
en la que en la última viñeta salía un personaje persiguiendo al otro. Y en
fin, eso estaba bien, pero a la larga pensé que eso iba a cansar a la gente,
así que comencé a cambiar el formato poco a poco, metiendo cosas más
cotidianas, alejadas del típico héroe cachas que va por ahí solucionando los
problemas del mundo. «Esto de los superhéroes está ya pasado de moda», me
decía. Y decidí que el héroe de hoy día era un tío achaparrado, que está en
cualquier oficina del Gobierno. Ese es el héroe de hoy día. Y los temas, pues que
sean los temas que preocupan a la gente de la calle. Yo no voy a dar la
solución a algo que es imposible, pero simplemente con que aparezcan la gente
se siente identificada y le gustan más esas historias.
Entonces empecé a
sacar cosas así, a meter personajes actuales, como cuando vino aquello de la
profusión del ordenador, que hice «El ordenador, qué horror», que es algo que
no he entendido nunca. O cuando subió el precio de la gasolina, o cuando
bajaron los sueldos. Y aquellos temas se tocaban en las historias, pero seguía
habiendo mil gags. Y para los niños, y para los adultos también, eso es como ir
al circo a ver al Clown Blanco y a Augusto, que salían imitando como que se
pegaban tortas, y con eso todos los niños se reían, y a mí se me ocurrían mil cosas
así, que parecen de una violencia inusitada, pero no es verdad.
Eso también me lo han
comentado, que si Mortadelo y Filemón son violentísimos… Pero, ¡por
favor! Si cuando Mortadelo se cae del Everest o del Empire State, y luego le
pasa un mercancías por encima, a la viñeta siguiente está tan feliz, diciendo:
«Coño, qué golpe más tonto me he pegado» [risas]. Es que no tiene ni
pies ni cabeza. Los niños se ríen, no les influye. Son todas esas cosas
las que gustan y yo he ido poniéndolas al día, y la cosa funciona. Cuando ves
que el público te responde, sigues; y si no, pues te buscas nuevos temas.
Aunque a estas alturas ya no voy a buscar nuevos temas, que demasiado tengo
encima. Pero quiero decir que no me importaría tener que cambiar y adaptar a
Mortadelo y Filemón a los nuevos tiempos, aunque lo cierto es que yo creo que
los tiempos no han cambiado gran cosa.
¿Son los políticos
los nuevos «magos del humor»?
Nos hacen la
competencia desleal. A veces los escuchas y te pones más a reír que a otra
cosa.
Dice mi amigo el
escritor Daniel Ruiz García que los políticos le van a terminar quitando el pan
a los escritores de novela negra, porque esas tramas tan rocambolescas que
salen a la luz de vez en cuando son luego muy difíciles de superar en la
ficción.
¡Totalmente! [risas].
Los oyes, y dices: «Pero ¿qué dices, tío?». Yo es que ya ni les echo cuenta…
¿Te ha pasado
alguna vez que la realidad se ha impuesto a tus historietas?
Sí, eso me ha
ocurrido. Una vez empecé a recibir un montón de cartas cuando ocurrió aquello
de Nueva York con las torres por una portada que había hecho hacía mucho
tiempo.
Las portadas es que
permiten hacer una cosa que a la gente le gusta mucho, que son esos detallitos
de segunda y tercera fila en los que uno puede poner a un cocodrilo que le dice
a la cocodrila: «Me encanta tu boquita de piñón». Y esas cosas tienen su
gracia. O bien sale la viejecita con su Kawasaki, «brooom, broom», haciendo
caballitos. Y una vez dibujé una torre de esas de Nueva York con un avión ahí
empotrado, y el comentario no me acuerdo bien cuál era, pero era en plan: «¡Te
dije que fueras al oculista!». Y aquel avión es que estaba a la misma altura
que cuando ocurrió lo de las Torres Gemelas. Exactamente lo mismo, como si
fuera la misma torre. El avión se había metido de la misma forma. Bueno, ¡la de
cartas que me llegaron! Que si tú adivinas el porvenir, que dime la combinación
de la Primitiva para la semana que viene [risas]. Que si este tío está
promoviendo el terrorismo… [risas]. Por desgracia, ocurrió lo mismo
que lo que yo había dibujado allí. Por desgracia.
Hablando de
realidades que se imponen, ¿de qué vive Rompetechos? Porque es el único
personaje tuyo que no trabaja en nada.
Todo esto es que
queda así en el aire, y el público lo acepta. Hay gags que requieren que se
sepa que el personaje vive aquí o allá, y entonces eso se muestra y así se
salva el gag. Mortadelo y Filemón han vivido en pensiones, cada uno en su casa,
han estado que nadie sabía dónde vivían… Ahora, últimamente, viven en una
pensión que se llama El Calvario, por aquello de hacer una similitud del
calvario con la calva de los personajes. Y si dentro de cuatro días interesa
que vivan debajo de un puente, pues los metemos allí, y no pasa nada.
Rompetechos será
tu personaje favorito, el que más se parece a ti, pero en eso de trabajar no se
parece en nada, porque tú llevas sin parar más de cincuenta años.
En eso sí que no se
parece a mí. Es lo único.
¿Qué otros
personajes tuyos tienen cosas de ti?
Se acostumbra a decir
que los personajes suelen ser un fiel reflejo del autor, pero en mi caso no.
Mis personajes se mueven por todas partes, recorren el mundo entero, y yo,
debido precisamente a la profesión, he sido siempre como uno de esos trapenses
que hacen voto de silencio… Mi mujer sabe que estoy vivo porque escucha de vez
en cuando los lápices moverse y tal. Porque la vida nuestra ha sido siempre muy
de «quietecitos»: de la cama a la silla, de la silla al comedor, para comer; y
vuelta a la silla, al trabajo. Yo he llegado a tener jornadas de trabajo, no
exagero, de veinticuatro horas. Y cuando llegaba la hora veinticuatro ponía la
hora de Canarias para tener una más. Lo mío con el trabajo en casa ha sido una
cosa espectacular.
¿No te ha
llegado nunca ninguna queja por un personaje como Ofelia?
No, yo creo que es un
personaje que siempre ha gustado mucho. Siempre hay gente que se queja, claro.
Una vez se me quejó una mujer por una de las cosas más peregrinas del mundo.
Era un álbum en el que salía el quinto centenario de la conquista de América.
Fue un álbum que quedó muy bien. Hablaban en castellano antiguo, Mortadelo
estaba convertido en Cristóbal Colón. Y en la carabela había un incendio
en un momento dado. Salía también el Rompetechos, que algo hacía, no recuerdo,
pero que provocaba el incendio y la carabela ardía, y ardía también la ropa de
la gente. Y en un momento dado se veía a Mortadelo de espaldas, con el culillo
al aire. Imagínate lo que es el culillo de Mortadelo. Pues me llegó una carta
de una señora que decía que, por culpa de aquel personaje pornográfico, ¡ya no
podía besar a sus hijos! Yo le dije a la editorial que le preguntara si es que
sus hijos no sabían que tenían culo, o si no se les había explicado lo que es.
Tontadas de estas he tenido a miles.
¿Cómo
construyes tus historietas, cómo las trabajas? Explícanos un poco tu proceso
creativo.
¡Bah! No tiene nada
de particular. Pondré como semejanza lo que hace un músico: un músico coge su
papel pautado, imagina su melodía; empieza a escribir las notas en aquellas
líneas: «Do, re, mi, fa», hasta que más o menos completa lo que es la melodía.
Cuando la tiene ahí escrita, coge el instrumento, que es la trompeta o lo que
sea, y se pone a interpretar aquello. Pues lo mío es exactamente lo mismo.
Primero cojo el
papel. Un libro cualquiera, un bloc cualquiera. Primero selecciono a mis
personajes, luego un tema general. A ese tema le busco cosas que tengan gracia,
gags o sketches. Los desarrollo en el papel, hasta que tengo dos o
tres páginas llenas. Y entonces cojo el instrumento, que en vez de ser la
trompeta es el lápiz, y con el lápiz voy interpretando lo que había escrito en
el papel, y ya está.
No se puede ir
directamente al papel sin un guion previo. Quien lo ha hecho se ha encontrado
muchas veces con que sus dos últimas viñetas están llenas de texto porque ya no
le daba tiempo a contar lo que quería, y ha tenido que desarrollarlo todo al
final, para explicar la historia; o bien al revés, que la historia se le haya
acabado en mitad de la página y en las demás viñetas ha tenido que poner
«Hola», «¿Qué tal?», «Ahora vengo»… [risas]. Así que lo mejor es
articularlo primero en un papel aparte, hasta que quede bien bonito para el
público, y entonces ya se pone uno a dibujar.
¿Alguna vez te has
arrepentido de dejar el Banco Español de Crédito para dedicarte a dibujar
profesionalmente?
Mira, yo es que
hubiera sido un desgraciado allí en el banco. Me hubiera llegado la jubilación,
me hubiera tenido que marchar de allí, y ahora estaría todo el día levantándome
a las tantas, yéndome tranquilamente a desayunar, y… qué vida más tonta, ¿no? [risas].
Ahora estoy
levantándome a las siete de la mañana, trabajo como un burro, y estoy
satisfechísimo, mire usted.
¿Ni siquiera en
los años locos en Bruguera?
No, no.
Afortunadamente, lo que yo he hecho ha interesado bastante, incluso cuando yo
he dibujado algo malamente, y me venía un editor a decirme no sé qué. Pero no,
nunca ha habido problemas con esto.
¿Cómo fuiste capaz
de dar abasto en esos años, en los que tenías que dibujar hasta cuarenta
páginas semanales?
Cuarenta no, pero
veinte sí que he llegado a hacer. En la profesión nuestra lo normal es hacer
cinco o seis páginas por semana. Quien quiera trabajar, ¿eh? Hacer diez ya es
una heroicidad; y hacer quince es una locura, algo imposible. Pero yo hacía
hasta veinte, así que imagínate. Ni fines de semana, ni vacaciones, ni nada.
Tablero, tablero, y tablero
En 1984 tuviste un
pinzamiento cervical y durante un tiempo no pudiste entregar las páginas
acordadas. ¿Fue real o fue una forma de protesta?
No, no, no. Real,
real. Me lo dijo el traumatólogo, pero va con la profesión, sencillamente,
porque pasas un montón de horas sentado. Llegué a ir al gimnasio, para hacer
algo de ejercicio, pero el médico me dijo: «Muévete. Déjate de gimnasios. Anda
o nada, o lo que sea». Y me dio por la natación. Entonces yo, reumático
perdido, me metía allí, me tiraba al agua de esas piscinas que hay con el agua
medio templada, y cada día hacía cuarenta largos. Calculaba un kilometrito. Y
cuando ya piensas que eres Johnny Weissmüller, un buen día te fijas en
la cinta de al lado y una chiquita con doce o trece años hace cuatro largos en
el tiempo que tú has tardado en hacer uno [risas].
Y después es que es
aburridísimo. Como no sea el tenis o el ping-pong, por ejemplo,
deportes en los que compites con alguien que te diga: «¡Te he cogido, te he
ganado!» [risas]… Tú solo es lo más aburrido del mundo. Y al final me
dijeron, mira, con que camines un poco tienes más que suficiente. Y eso hago:
un día cojo una calle, otro día otra. En fin, lo que es moverse un poco para
evitar la oxidación completa.
Con todo, no
siempre has trabajado solo, ¿verdad?
Bueno, a ver, el
trabajo este es que tiene dos fases: una cosa es la creación y otra cosa es la
composición, el tratamiento, el entintado. Entonces, a veces, cuando he tenido
el trabajo ese tremendo, en el pase a tinta sí he recurrido a gente que dibuja
la mar de bien pero que son totalmente incapaces de crear nada. Una vez que
tienes ya el guion, que para mí es lo principal de la historieta, lo
desarrollas, haces las cosas a lápiz, dejas la cosa muy determinada, y se lo
dejas a uno de estos chicos que te lo terminan. Y ya está, se acabó.
Uno de ellos era Juan
Manuel Muñoz.
Sí, claro. Ha
trabajado conmigo. Ha entintado muchas páginas mías, y continúa haciéndolo.
Pero, por ejemplo,
las portadas siempre las he terminado yo, porque es el dibujo más grande y
porque se nota cuando le ha metido mano el autor. Eso se nota mucho.
Tras tu ruptura
con Bruguera siguieron saliendo al mercado muchos tebeos con tus creaciones.
¿Qué sentías al ver a tus personajes dibujados por otra persona?
Eso sí que joroba.
Pero ¿qué ibas a hacer? No podías luchar, era imposible, tal y como estaban las
cosas. Alguien ya lo había intentado. El propio Víctor Mora con El
Capitán Trueno lo había intentado alguna vez, pero no había forma de
aclararse. Y esa fue una de esas cosas que tenías que aguantar, que soportarla.
A veces pensaba: «Mira, a última hora no será ni un juez ni un editor, sino que
será el público el que va a dar o quitar la razón». Porque dirá: «Esto me
gusta, esto no». Y si este tío hace una cosa que me gusta, pues yo lo seguiré;
y si no, pues que se vaya a hacer puñetas.
Y ocurrió, en más de
una ocasión. Con la antigua editorial dibujé un anuncio para una bebida espumosa,
también hice uno de un pegamento que gustaba mucho a la gente, y cuando lo dejé
de hacer, ese anuncio duró dos semanas.
Los niños de
entonces se daban cuenta de que algo raro pasaba: hablaban del Mortadelo bueno
y del Mortadelo malo.
Sí, sí. Totalmente.
Claro, como en la otra editorial había esa idea equivocada, hasta cierto punto,
de producir, producir y producir… Y yo recuerdo decirle al antiguo director:
«Pero, mire usted, aquí sale este personaje con un traje azul, y en la
siguiente viñeta el traje es colorado, y en la tercera tiene lunares, y aquí
pasa lo otro». Y me decían: «Usted a crear, a crear. Ya nos ocupamos nosotros
de todo esto. Aquí lo que hay que hacer es vender, vender. Y se acabó. Y para
vender hay que hacer miles de páginas, y si en miles de páginas hay errores,
pues qué le vamos a hacer».
En los últimos
años han salido a la palestra algunos de estos dibujantes que te suplantaron.
¿Has llegado a conocer a algunos?
No sé. Personajes
míos los han hecho varios dibujantes. Y bueno, si la editorial les dice: «Este
tío se ha marchado y ahora tienes que dibujar a este personaje», pues lo tienes
que hacer, porque tienes que comer. Y lo hacían, y no pasa nada. Ya está.
De hecho recuerdo,
hace muchos años, antes de estar en el gigante editorial, que trabajé para una
editorial que se llamó Marco que sacaba una revista que se llamaba La Risa.
Y allí conocí a un gran dibujante, a un gran historietista que se llamaba Emilio
Boix, que marchó a Venezuela. Este hacía muchas colecciones. Era uno que
tenía mucha fama entre los niños. Hizo Hipo, Monito y Fifí, un dibujo
muy para los niños y tal. Y me acuerdo de que los jefes de aquella editorial me
dijeron: «Ibáñez, este tío se nos ha marchado, si pudieras tú seguir…». Y donde
hay patrón no manda marinero. Y se acabó.
¿Cómo recuperaste
la autoría de tus personajes?
Después de romper con
la antigua editorial y de estar un tiempo con eso que hice para la revista Guay,
con esos personajes como Chicha, Tato y Clodoveo, todo lo que tenía la
antigua editorial pasó a ser propiedad del Banco Industrial de no sé qué, todo
en bloque. Y aquello lo compró Ediciones B, y sencillamente hicimos lo que se
tenía que haber hecho desde el principio. En vez de estar con el tira y afloja,
nos sentamos a la mesa y: «Oye, vamos a hacer esto, a ver qué te parece: los
personajes son tuyos, todas las ilustraciones, todos los originales son tuyos».
Esta es otra cosa: que los antiguos editores se quedaban con los originales y
tú no veías nada. Ahora no, ahora te compran el derecho a publicarlos, y los
originales son tuyos. Y se llegó a un acuerdo, se firmó, y se acabó todo.
El dibujante no quiere sus títulos ahí
en propiedad para tenerlos colgados en la pared, y decir: «Mira qué bonito
esto». Los quiere para venderlos, para trabajar, para vivir. No es otra cosa lo
que se persigue. Así que se llegó a ese acuerdo, y ya no hubo problemas.
¿Es cierto que
pediste en ese acuerdo que eliminaran las historietas de tus personajes que tú
no habías dibujado?
Sí, sí. Es que eran
muchas. A partir de un momento dado, la antigua editorial continúo sacando
cosas y sacando cosas, pero no solo mías, sino de mil dibujantes que habían
estado con ellos. Y no lo dije porque tuviera nada en contra de los dibujantes
que habían seguido, porque como te decía antes, ellos eran profesionales y no
les quedaba más remedio que hacerlo, sino que como no los había hecho yo pues
se notaba que no estaba la mano mía ahí. Podría ser igual, mejor o peor, pero
es distinto completamente, y por tanto pedí que se eliminaran. Alguno habrá
quedado vivo, pero bueno, ya…
Sin duda Mortadelo
y Filemón ha sido tu serie más exitosa, incluso a nivel internacional.
¿Crees que fuera de España entienden a Mortadelo y Filemón igual que aquí?
Con esto tuve yo una
discusión con la antigua editorial. Yo les decía: «Oye, igual que vais por ahí
y compráis cosas de fuera, ¿por qué no vais a esas ferias de Frankfurt e
intentáis vender algún Mortadelo para que me gane yo unas perrillas?». Y
ellos me decían: «No, no. Esto no lo entienden. El humor de aquí de España no
es el mismo que el de Alemania o el de Dinamarca. No tiene nada que ver.» Y yo
les decía: «Oiga, pero yo eso no lo entiendo», porque a mí me ha gustado
siempre mucho lo que le llamaban el celuloide rancio: aquellas peliculitas de Jaimito,
de Harold Lloyd, del propio Charlot. A mí eso me gustaba mucho. Las
películas que se hacían en Estados Unidos han gustado siempre mucho aquí, y han
gustado en Italia. Pues esto es lo mismo. Y al final lo intentaron, y bueno, se
vendieron a montones. Sobre todo en Alemania.
Alemania fue el
primero, y luego fue Holanda. Ahora no me acuerdo bien, no sé en cuántos países
más. En cada sitio se publicaban con un nombre distinto. A mí lo que me hacía
más gracia eran los nombres que les ponían a los personajes por ahí fuera: en
Italia le llamaban Mortadella e Filemone, y los amariconaron un poco [risas].
En Francia también se publicaron algunos, y allí sí se llamaron igual, pero los
alemanes le pusieron Clever and Smart. Y luego estaban los de arriba del
todo, los de los países nórdicos, o los griegos, que tenían como catorce
consonantes con un par de vocales en medio, que solo leer aquello ya te daba
grima [risas].
Y luego ya se acabó.
Ahora ya no, ahora ya ha bajado la cosa, eso ha desaparecido. Pero entonces,
les dije a los de la antigua editorial: «No es que sean españoles ni chinos, es
que esto es algo que gusta o no gusta». El humor es humor, sencillamente. Y salió,
salió muy bien. Excepto el Rompetechos, por lo que te decía antes, el
resto de personajes salieron todos.
Siempre has
reconocido tu deuda con el cómic franco-belga.
Sí, a mí me ha
gustado siempre mucho. Al «dire» de la antigua editorial también le gustaban
mucho, y como siempre quería tener esa producción tremenda, cuando yo le decía
que ya no podía más, me decía: «Pero fíjese en esto que hacen los franceses, y
saque de ahí lo que pueda». A mí me gustan muchos autores franceses. Estaba Franquin,
que me gustaba horrores y al que le había copiado un montón. El Peyo,
que hacía este, cómo se llamaba, lo que aquí se llamaron Los Pitufos.
Eran autores que a mí me gustaban horrores.
Y bueno,
Sacarino es Spirou.
Exactamente, sí. El
Sacarino es un personaje que recuerda mucho al de Franquin. A mí me gustaba
mucho aquella gente. Pero todo aquello ya desapareció. Ha pasado como con lo
nuestro. Los grandes genios, a los que yo admiraba siempre: el Cifré, Peña,
Conti… estos ya han desaparecido. Qué vamos a hacerle.
¿Cuáles fueron tus
maestros en el mundo del cómic?
Siempre he dicho que
yo soy un historietista, pero nunca me he considerado un dibujante. El asunto
del guion siempre se me ha dado bien: eso de buscar temas, gags. En cambio el
dibujo… Dentro del dibujo cómico estaba el Raf, Martz Schmidt,
que es un dibujante que es maravilloso, y a mí se me caía la baba siempre que
veía a uno de estos. Si yo supiera hacer lo que hace esta gente… O sea, que
nunca he sido un «chupas» dibujando. En cambio, siempre se me ha dado bien el
asunto del guion, que para mí es la parte principal de la historieta.
Ahora los jovencitos,
cuando cogen una historieta, le dan mucha importancia a la figura, pero lo
importante es lo otro. Puede haber una figura muy rococó, o haber un viñeta que
pueda incluso colgarse en El Prado o en la National Gallery, y que no
desmerezcan nada de lo que hay alrededor, pero si no tienes algo, un guion que
tenga un interés, estás condenado al fracaso. Por eso siempre he procurado que
el guion sea lo principal, que tenga gracia. Y luego que quede acompañado por
un dibujo que dentro de lo que yo sé hacer, que es algo amable, quede más o
menos bien.
Recomiéndanos
un tebeo.
¡Ya no existen! Esta
es otra de las espinas mías. Cuando salía a la calle de pequeño y miraba los
quioscos, y veía aquellas cantidades de colecciones que había, sobre todo de
dibujo realista: que si El Capitán Tormenta, El Capitán Relámpago,
El Capitán Trueno… Todos los fenómenos atmosféricos tenían su capitán [risas].
Y es que ahora miras y dices: «Coño, ¿dónde están todas esas colecciones?». Ya
no queda absolutamente nada de entonces. Estaba el Pulgarcito, el Can
Can, el TDT… yo qué sé, mil y una. Y todas han desaparecido.
Bueno, ha quedado
otro compañero mío, muy buen dibujante también: Jan, el que hace Superlópez,
que es magnífico. Pues hemos quedado nosotros dos nada más, prácticamente. Y
alguna reedición que se ha hecho de Escobar, del Zipi y Zape; de El
Capitán Trueno, que se reeditan muchas cosas porque a la gente le gusta
muchísimo.
Los cómics de
superhéroes, ¿te gustan?
No, pero es por lo
que te decía antes, porque es siempre lo mismo. El tío cachas… eso ya no es
chiste, por Dios. Eso está ya olvidado. Hubo un tiempo que sí, que gustaba. Yo,
como todos los críos, he pasado por esa fase, claro que me gustaba. El Flash
Gordon, el Tarzán, el Capitán Maravillas, todos me gustaban.
Pero ya pasó aquel tiempo.
Ahora todos los
cómics de superhéroes están siendo adaptados a la gran pantalla y con gran
éxito. ¿Estás contento con las adaptaciones cinematográficas que se han hecho
de tus personajes?
Sí, sí. Algunas no.
Algunas han sido una mamarrachada, feas, malas. Pero se han hecho dos
últimamente, que las ha hecho este de Madrid, el Fesser, una con
personajes reales y otra de animación, que son las dos verdaderas maravillas.
La de los personajes
reales, cuando me lo propusieron por primera vez, hace muchos años, yo dije que
era imposible que encontraran a un tipo que pudiera hacer de Mortadelo. Hasta
que me lo enseñaron por un monitor, y me dijeron: «Este va a hacer de Mortadelo».
Lo miré y dije: «No es que vaya a hacer de Mortadelo. Es que es Mortadelo» [risas].
El Benito Pocino. No me lo podía creer. La película quedó magnífica. Con
unos movimientos, un dinamismo. Había una serie de trucos muy bien logrados.
Era tremenda, quedó la mar de bien.
Y la del dibujo de
animación, esto último que hicieron, Mortadelo y Filemón contra Jimmy el
Cachondo, era una auténtica maravilla. Ríete tú de las películas de Disney,
que a mí siempre me han gustado, pero esto lo supera con creces. Estuve un día
en Madrid viendo como hacían la peliculita esta. Me lo enseñaban, y en vez de
tener una sala con setecientos dibujantes tenían una sala con setecientas
personas delante de un ordenador. Luego me lo explicaban: este hace que la
habitación tenga más o menos luz según la hora que sea, este se encarga de que
las sombras sean más alargadas o más cortas… Yo me ponía a mirar aquello y en
plan de coña les dije: «Lo que hacéis aquí es una maravilla, pero todo esto que
hacéis entre setecientos me lo hago yo solito en mi tablero» [risas].
Era broma, ¿eh? Porque lo que estaban haciendo era bonito, bonito de verdad.
¿Y en la
televisión? Porque puede que no estén reconocidas como tal, pero la serie Manos
a la obra le debe bastante a Pepe Gotera y Otilio, y Aquí no hay
quien viva es un claro remedo de 13, Rue del Percebe.
Eso me lo dijo una
vez alguien, que había visto por la tele la serie de Pepe Gotera y Otilio, y yo
le dije que yo no tenía nada que ver con eso. Y me decía: «¿Cómo que no? El
gordo que come y tal…». Y yo: «Sí, pero que no tiene nada que ver». Y la del 13,
Rue del Percebe también tiene un gran parecido.
Vamos, ni mucho menos
pienso en poner un pleito ni nada por el estilo. Es una cosa que hasta
satisface y todo, porque si han ido a fijarse en lo que tú haces es porque
vale, y porque sigue teniendo interés para el público. Pues mira, no pasa nada.
Antes comentaste
algo al hablar de las portadas, pero un elemento de tus tebeos que fascina es
la cantidad de detallitos extravagantes que pueden verse en las viñetas. ¿De
dónde viene esa inventiva?
Sí, sí. Eso le gusta
mucho a la gente. A veces me miro yo en una portada de esas que he hecho y
pienso que con los temas que hay ahí podría haber sacado cinco o seis portadas
[risas]. Pero bueno, a la gente le gustan muchos esos detalles.
La lagartija
clavada en una pared con una chincheta, un chorizo cortado con una cuchilla de
afeitar…
Sí, sí, mil cosas. Y
aquel gusanete que se le queda agarrado a la nariz a uno, y al que le dicen:
«¡Jesús!».
Pues esto surge
porque el antiguo «dire» quería que las historietas, cuando las supervisaba,
estuvieran totalmente terminadas. Y yo, conociéndolo, me dedicaba a poner
telarañas en las esquinas y cosas así. Cualquier espacio en blanco lo rellenaba
en seguida, y esa es una costumbre que se me quedó.
Y tú dibujando
colillas todo el rato, y entra de repente en vigor la ley antitabaco…
¡Uy, uy, lo de las
colillas! [risas]. Eso se acabó ya hace mucho tiempo. Lo de las
colillas lo dejé, fue mortal el vicio. Se acabó.
Hiciste un
especial, además, en 2005, que se tituló «Prohibido fumar».
Exactamente, sí, sí.
Esa fue una de las cosas que hice.
¿No has notado
nunca que la CIA te esté vigilando? Porque lo de la TIA…
Pues francamente, no
[risas]. Pero a veces sí que me ha llegado un coletazo con estas
cosas, en plan: «Cuidado, cuidado». Hice una vez un álbum que se llamaba
«Corrupción a mogollón», o algo así, y salía ese pollo que hubo con el antiguo
director de la Guardia Civil… Y no hubiera ocurrido nada, ¿no?, pero le puse la
Guardia Viril, para evitar cualquier tontería. Esto no lo hubiera podido hacer
con la antigua editorial, en los tiempos de Franco, donde no podía sacar
nada que pareciera un policía. Ni loco. No podía poner ni la palabra «policía».
Tenías que decir los «gendarmes», o cosas así. Y cuando los dibujaba, lo hacía
imitando a los bobbies ingleses, porque si no era imposible. Aquí no
hubiera ocurrido nada ya, porque los tiempos han cambiado mucho, pero antes de
que hubiera repelús por parte de alguien, pues…
Y a veces cambio los
nombres por otros que recuerden al del personaje que estoy dibujando, y se
cambian para darle también un poco de comicidad. Pero una vez cambié el nombre
de algún personaje que salía y al cambiarlo se convertía en el nombre de un alto
cargo que había por el norte, yo no sé dónde. Y a los cuatro días vino una
carta del abogado de este señor: «Ustedes están utilizando el buen nombre de mi
cliente», y yo lo que había hecho es convertirlo en plan de coña [risas].
Y nos pedía que lo retiráramos de la circulación, o si no nos ponían un pleito,
y no sé cuántos. Y yo les dije a los de la editorial que, en fin, no soy
jurista, pero que no le echaran ni caso, que ni le contestaran si quiera, que
ya se le pasaría. Y así fue. Se paró la cosa.
¿Cuál es el
bocadillo más raro que te has comido?
¿Cómo que me he
comido? ¿Que he tenido que quitar?
No, no.
Bocadillo de verdad. Bocata, como los que se come Otilio.
¡Ah! [risas]
Yo es que no tengo tiempo ni de comer, casi. Lo que sí te puedo contar, de
cuando he estado con las promociones y tal, es lo que no me he comido. Y
aquello sí que me jodió mucho. A mí me gustan mucho todas estas cosas del
marisco, y un día estaba en Madrid, que había ido a firmar, y a la hora de
comer fuimos a una marisquería. Y a mí me gustan horrores los percebes.
Entonces pedimos una bandeja, y cuando iba a coger el primer percebe viene un
camarero y me dice: «Ibáñez, al teléfono, que llaman del periódico no sé qué,
que le quieren hacer una entrevista». «¡La madre que los parió! Bueno, ahora
vengo», les digo a mis acompañantes. «Esperadme con los percebes». Y desde el
teléfono yo veo a esos granujas, a esa pandilla de marranos comiendo percebes,
mientras a mí me hacen las preguntitas. Y yo, que había estado como un loco
esperando… Terminé la entrevista y estaban allí los tíos que habían dejado la
bandeja con un poco de agua, unas piedrecitas, se habían acabado todo [risas].
Ese asterisco que
pones en tu firma, ¿tiene algún significado oculto?
No, no. Lo pongo
porque es bonito. Es mejor que el punto y tal. No tiene nada de particular.
Muchas veces lo utilizo también para los signos de admiración. En vez de poner
un puntito pongo un asterisco, arriba o abajo. Y mira, pues queda mejor.
Es como cuando estoy
en las firmas, con las dedicatorias, que siempre hago un dibujillo, y la gente
se va la mar de contenta. A mí no me gustan las firmas esas colectivas, sobre
todo cuando hay autores literarios, porque ocurre que me pongo yo y se hace la
cola de gente enseguida y al otro no va a verle ni Dios. Y empieza el tío a
mirarte con mala cara, como pensando: «La porquería que hace este tío y la cola
que tiene». Excepto uno, José Luis Sampedro, que luego lo hicieron
catedrático o académico, y con el que estuve una vez en una mesa de estas, y yo
haciendo mis dibujitos y el tío me miraba y me miraba, y ya por fin se acercó,
y yo pensé que es que ya no se podía aguantar más, pero me dijo:
«Eso son
dedicatorias y no la mierda que yo hago» [risas].
Entrevista de Fran G.
Matute
Fo
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